Bienvenidos a mi sinfonía de colores

miércoles, 27 de enero de 2010





EL HOMBRE QUE ERA UN LOBO

Nadie en su higiénico juicio ha vivido plenamente feliz cada segundo de sus días y de sus noches, pues si uno no conoce ni ha vivido lo que es la tristeza, no puede saber que después de eso hay algo mejor que días enteros de pañuelos, ojeras, visión borrosa y gris, etc. No todo lo malo es tan malo, pues puede esconder algo bueno.
El problema es que el hombre-que-era-un-lobo, no se había dado cuenta de eso, y cada día estaba un poco más viejo y un poco más triste.

En épocas anteriores, el hombre-que-era-un-lobo moraba por la montaña con aires de agresividad y dominio, pues a todos los animales que por allí pasaban apenas les dejaba un momento de súplica, iba directo al tierno cuello de estos inocentes. Aquello parecía un festín, en el que confetis y serpentinas se desparramaban por la hierba dándole un rojizo tono. Por supuesto, ningún animal sabía de la existencia de este hombre-que-era-un-lobo hasta que no era atacado. La paciencia, el sigilo y los ocultos escondites, eran las efectivas armas de caza, además de sus afiladas agujas que tenía como pezuñas. Pero el tiempo otorga sabiduría y avispa el ingenio, así que los animales preferían el camino más largo pero seguro, hacia otra colina adversa de un peligro en el que no hay retorno.
El hombre-que-era-un-lobo había sido muy agresivo, pero también muy ingenuo, pues su carácter insensible y ansioso de fortaleza y poder, concluían en definitiva, en un ser solitario, amargado y recientemente vegetariano.
Su lugar estaba en esa gran montaña, su vigorosidad en lo más inescrutable de esa gran montaña, y la razón para perdonar en otras alejadas montañas.
En esos días de vejez y tristeza irrumpió en la cueva del Nigromante Pedestre. Tenía la esperanza de que aquel sabio de la montaña pudiera solucionar su desesperante vida en la que no encontraba más que vegetales y huesos de aquellos a los que su perdón ya no asimilaría la más mínima expiación.
- Oh! gentil Nigromante Pedestre. Mis fosilizadas fechorías han sucumbido en un ser cargado de culpa. Mi soberbia oscureció hasta lo más puro de mi ser, y ahora ya nadie decide aproximarse a alguien total y absolutamente renovado. Me ahogo en un pozo de soledad. La justicia ha empleado su arma más firme y mortífera en mí. Oh! Mi honorable! ¿Cabría la posibilidad de redimirme de esta insufrible condena?
- Todo acto nefasto viene acompañado por juiciosas consecuencias. Y toda consecuencia acaba por suministrar las dosis de tus propios actos. Ellos suplicaban ante ti por su vida, ahora la súplica viene de ti. Pero la capacidad de rectificar las propias equivocaciones y lamentarse por ello, tienen cabida en la absolución. Una mente tan sensible debe formar parte de la humanidad, por todo ello vivirás como un ser humano, y la soledad en tu vida desaparecerá – dijo el Nigromante Pedestre.
- Mi gentil Nigromante Pedestre, os dispenso mi total lealtad y plena gratitud.

Fue así como el hombre-que-era-un-lobo, comenzó su nueva vida en el mundo de los humanos. Era magnífico que la vida le hubiera dado una nueva oportunidad. A nadie asustaba y si preguntaba, le respondían. Su felicidad era envidiable.
Pero nada es perfecto, y el hombre-que-era-un-lobo, se percató de ello. Porque toda la vida había permanecido tranquilamente en el bosque, donde todo va un segundo más lento y no tan veloz como la vida humana, donde no hay que hacer cola para conseguir comida, y donde tampoco el ruido es tan ensordecedor como en las calles más concurridas del lugar en el que viven los seres humanos.
No podía acostumbrarse a algo tan diferente, pero tampoco podía volver a su hábitat simplemente porque no sabía ni siquiera donde se hallaba. Lo que creyó poder ser el mejor regalo que podían hacerle, fue en realidad algo parecido a una pesadilla. Se sentía totalmente fuera de lugar, por no mencionar su aspecto distinto al de los demás, no todos tiene como orejas unas manoplas, ni como hombros y espalda unos reposa-brazos de butacas, y aunque alguna vez había mantenido una pequeña conversación con alguien, no llegaba más que a eso, ya que todavía no tenía a nadie con el que charlar más de cinco minutos. Así que la soledad lentamente se criaba y crecía de nuevo.
También se acrecentaba el hambre, pues nadie le había dicho que para conseguir comida esperando en largas colas, se necesitaba algo a cambio, monedas por ejemplo. Él cazaba sin dar nada a cambio, salvo algunas veces que dejaba las sobras.
El hombre-que-era-un-lobo se estaba consumiendo por dentro y por fuera, y no pudo hacer más que esperar.

Sin embargo muchos saben que después de la tristeza más áspera, después de la oscuridad siempre hay un interruptor para encender la luz. Eso es lo que le pasó al hombre-que-era-un-lobo, pues entretanto deambular y esperar, algo le hizo tropezarse.
Era una cuerda sujetada por un clavo un tanto oxidado, que mantenía una carpa. Cuando entró en la carpa, lo primero que se encontró fue a un león comiéndose un apetitoso filete de carne, siguió caminando por las pequeñas carpas y jaulas, parecía ser la hora de comer para aquellos animales, pues todos disfrutaban de lo que el hombre-que-era-un-lobo más ansiaba. Encontró algo extraño en una mujer, porque cuando se giró mágicamente se convirtió en un hombre bien trajeado, o la sorprendente forma de arrastrarse de un hombre sin brazos y sin piernas. Aquel sitio era del todo inusual. Mientras se ensimismaba mirando aquellas personas, alguien le estiró impacientemente de su cola por detrás, así que salió de su hipnotismo pasmoso y se giró.
Era un hombre bajito y regordete, con un fino y delicadamente peinado bigote, y un sombrero de copa que le hacía parecer de estatura normal, pues casi eran el sombrero y él del mismo tamaño. También tenía una llamativa y elegante chaqueta roja. Aquel hombre preguntó con apetente curiosidad.
- ¿De dónde vienes?


Alyzia Zherno

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