Bienvenidos a mi sinfonía de colores

lunes, 1 de agosto de 2011

MI ESPACIO EN TUMBLR


Siempre es agradable saber lo que a la gente le inspira para poder crear sus piezas, es bonito conocer los entresijos víscero-artísticos que se traen entre manos los demás. Por ello, os dejo aquí un enlace a mi blog en Tumblr para que os adentréis de alguna manera en mis gustos artísticos. Espero que lo disfrutéis, y que como a mí os inspiren algunos artistas, si no todos. 


Vermillion Cotton





Alyzia Zherno

martes, 12 de octubre de 2010

TEO

Mi nuevo mini cómic.









domingo, 11 de abril de 2010

EJoven y la Amapola



Mi Primer Cuento Infantil Ilustrado. 
No está todo el cuento, solo algunas de las páginas.
(Para poder ver las imágenes con mayor tamaño,
pinchad encima de cada una de ellas)


Alyzia Zherno

domingo, 21 de febrero de 2010




A TRaVÉs dEL cRIsTAl

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Al nordeste de uno de los barrios más infortunados en el Londres de finales del siglo XIX, un callejón estrecho y más bien frío, con edificios tan altos que no dejaban a los rayos del sol aterrizar ni tan siquiera un momento por las paredes y el pavimento, alojaba un inmueble levantado a base de ladrillos grisáceos y húmedos, algunos incluso ya dibujaban en la fachada temerosas e impacientes grietas. De aquella callejuela, posiblemente, ese edificio fuese el más seguro y sólido, ya que los abombamientos de otros pronosticaban una terrible tragedia. Éste soportaba varios balcones y ventanas en su afligida fachada, lo único que podría disimular esa melancólica vista eran algunos tiestos con florecillas colocados en alguno de los balcones. En uno de ellos, además de las macetas podía vislumbrarse una vieja caja de madera en la que juguetes deslucidos asomaban con cierto desorden. No cabía duda de que ese balcón pertenecía a un niño, en este caso una niña llamada Colette.
Colette era un diminuto ser con un pelo castaño claro y unos finos tirabuzones que normalmente eran tapados por su boina preferida de color malva con puntos grises oscuros. Todos los días, sobre las seis de la tarde, acercaba su oreja al suelo de su habitación, y se ponía a escuchar la música de la gramola del viejo vecino un tanto sordo. Ella no podía permitirse algo tan valioso y novedoso como eran esos aparatos mágicos. Primero seguía el ritmo con los pies y el trasero, y luego se levantaba y continuaba la melodía en su mente para seguir bailando. Colette había sido huérfana de madre hasta que su padre se casó con una odiosa mujer, la madrastra. Colette debía jugar en el balcón, porque era el único lugar donde no molestaba al aborrecible ser que tenía como madrastra. Es por esto y por otras cosas, que la niña sembrara cada día una semilla de odio en su desértico corazón, aunque cierto es que era lo más cercano que tenía a la familia, y con la que más tiempo transcurría su inaplazable crecimiento.

Había llegado el día de mercado, aquel que tan funesto era para la pequeña. Ella era la obligada encargada de la compra semanal, pues no tenía más hermanos, su padre trabajaba hasta horas que no existen y su madrastra tenía cosas más importantes que hacer como acudir a los trascendentales coloquios de las vecinas de la callejuela. Y es que para una niña con un cuerpo tan diminuto y unos ropajes no muy atrayentes, es muy complicado entre tanta gente más alta conseguir que la atiendan. Además es muy dificultoso lograr que los huevos no se caigan al suelo de camino a casa, con una cesta tan saturada y pesada.
Pero Colette no desistía y la única parte buena que tenía era que tarde o temprano acabaría de hacer toda la compra y hasta dentro de siete largos días no tendría que volver al congestionado mercado. Antes de llegar al portal solía echar un vistazo rápido a la juguetería que había enfrente de su casa, por si habían colocado nuevos y distintos juguetes en el escaparate. Estaba de suerte pues la vieja y anticuada juguetería Unfungettable, después de pasados unos meses había renovado los artículos. Entre todos los juguetes hubo uno que le llamó excesivamente la atención. Un títere había sido ubicado en el centro del expositor, e iba extraña y elegantemente ataviado. Sus pantalones eran de un color terroso y seco, y su chaqueta oscura tenía algunos hilos sueltos, la pajarita rojiza le daba un aire gracioso a la par que grotesco. Colgado del cuello tenía un pequeño cartel en el que aparecía un nombre, Jackes, y sus ojos penetrantes no podían pasar inadvertidos. Colette no podía fijarse más que en sus ojos, fue como si el muñeco estático y a punto de caer hacia un lado le estuviese comunicando algo. El momento era solo mirada contra mirada, percepción contra percepción. Todo lo demás era la nada.
¡Colette! Un instante después, alguien la cogía del brazo gritando su nombre, el muñeco terminó de caer hacia un lado y la singular hipnosis desapareció en menos que un pestañear de joven enamoradiza. La madrastra de la niña la estaba llamando, reprendiendo al mismo tiempo que no era momento de perder el tiempo así, y que la alimentación era mucho más importante que estar mirando aquellos estúpidos juguetes.
Tal fue la ensoñación que tuvo Colette con ese muñeco, que las tardes de juego en el balcón, se las pasaba mirando al peculiar juguete, porque aunque intentara abstraerse y seguir con el juego, su mirada terminaba aparcando en aquella marioneta con finas cuerdas que salían de sus brazos, piernas y cabeza, y terminaban amarradas a dos palos de madera formando una cruz.
Unas noches después, la niña tuvo una enorme pesadilla, y apenas pudo dormir. La mañana siguiente fue agotadora, estaba soñolienta y se sentía muy cansada, nunca se había levantado con semejante debilidad. Tenía que ayudar a su madrastra y no podía seguir el ritmo de la mujer, así que los regaños eran constantes. Pero lo peor estaba por llegar, pues cuando salió a la calle se fijó en la portada de un periódico que sostenía un señor. Repentinamente la cara de Colette decoloró y se puso más pálida y blanca que las últimas páginas sin imprimir de un libro nuevo. La foto horripilante que aparecía en la cabecera del periódico era la de lo que a juzgar por su vestido y su larga cabellera parecía una mujer, sin esos atributos no podría reconocerse. Aquel cuerpo sin vida en su totalidad destripado no podía vislumbrar diferencia entre hombre o mujer. Era algo espantoso. Algo jamás imaginado si no fuera, porque en la noche anterior, en esa pesadilla que tuvo Colette, y que súbitamente recordó al ver la fotografía, aparecía la misma mujer con ese mismo aspecto. En su aturdimiento solo pudo recordar algo más, unos palos de madera en forma de cruz.
Esa misma tarde y con el miedo en el ambiente del barrio, sentada y agarrada a los barrotes del balcón, la mirada de la niña hacia ese inmóvil y tranquilo títere, era aterradora. La marioneta seguía ahí, impasible ante la adversidad, porque al fin y al cabo era solo un muñeco. Colette sentía terror al mirarlo, algo le decía que ese títere tenía algo distinto a los demás, y que ese instante que tuvo al verlo por primera vez no era algo para dejar de lado.

Una maldición había sucumbido al barrio, pues los días siguientes, las portadas de los periódicos prácticamente no cambiaban, la única diferencia que se podía percibir eran el cabello y los vestidos de cada uno de los cadáveres destripados. Al parecer, esas mujeres, reconocidas por sus seres más allegados y por el lugar en el que se encontraban, normalmente sus casas, eran muchachas no muy educadas que habían causado algún problema y alguna infracción que otra, no obstante la crueldad y el ensañamiento del criminal era algo nunca visto.
Colette no podía creer lo que le estaba sucediendo, pues la noche anterior a aquellas portadas, ella presagiaba esas muertes en forma de pesadilla. Horripilantes sueños en los que el manejo robótico a la misma vez que hipnótico de la niña, se resumían en criminales movimientos del extraño títere.
No es de esperar que Colette hubiese empezado a temer el oscurecer del cielo, pues la hora de dormir se acercaba y por lo tanto, la hora de reencontrarse en contra de su voluntad con el muñeco. Pero el cansancio de aquellos días tensos y sufridos se había hecho insoportable, y el sueño terminaba por rondar en ella. Y por consiguiente, las muertes también.
La gente de alrededores no podía soportar las repentinas y numerosas muertes, y sobre todo las mujeres, porque inexplicablemente sólo eran las mujeres quienes eran objetos de la barbarie que había asolado la zona. Incluso la madrastra guardaba bajo su mullida almohada dos cuchillos bien afilados y puntiagudos, uno para cada mano, y así poder amparar su propia vida, en caso de que la bestia llegara a su casa.
Colette no sabía como poder explicar, que sin ella pretenderlo era la causante de todas esas muertes a través de sus sueños manejando una marioneta. Lo único que podría conseguir es que su terrible madrastra acabara riñéndole o incluso abofeteándola por decir en un momento tan amargo semejantes tonterías.
En su voluntad de no dormir estaba la responsabilidad de originar más muertes.
La controvertible vida seguía en aquel lugar, y Colette seguía como podía las circunstancias. Por un lado las infinitas quejas y regaños de su madrastra, y por otro el miedo a su cama, a lo que en meses anteriores había sido uno de los mejores sitios. La niña sabía que su madrastra la odiaba y para colmo estaban esos espeluznantes sucesos. Todo eso para alguien que no supera todos los dedos de sus manos en edad era imposible de soportar.
Una de las noches en la que la niña fue a la cama, y como en las últimas noches intentando impedir el momento de dormirse, no resistió más y cayó rendida.
Lo que pasó aquella noche, no puede explicarse si no se está en casa a salvo debajo de las sábanas de la cama, de lo terrorífico que es. La madrastra se despertó de un sobresalto. Con una rapidez inusitada logró coger los cuchillos que aguardaban bajo la almohada, y lo primero que vio fue a la niña Colette de pie enfrente de ella y con los ojos cerrados, dormida. También pudo ver unos palos de madera en forma de cruz.

A la mañana siguiente, el terror había llegado de nuevo a los periódicos, otro suceso desafortunado provocado en la callejuela de la juguetería Unfungettable. En la portada, una nueva fotografía impregnaba de repulsión la página principal. En ella se podía ver, un cuerpo exento de vida, femenino y totalmente destripado.

Y nublirín nublirado, este cuento así, no debería haber acabado.


Alyzia Zherno

miércoles, 27 de enero de 2010





EL HOMBRE QUE ERA UN LOBO

Nadie en su higiénico juicio ha vivido plenamente feliz cada segundo de sus días y de sus noches, pues si uno no conoce ni ha vivido lo que es la tristeza, no puede saber que después de eso hay algo mejor que días enteros de pañuelos, ojeras, visión borrosa y gris, etc. No todo lo malo es tan malo, pues puede esconder algo bueno.
El problema es que el hombre-que-era-un-lobo, no se había dado cuenta de eso, y cada día estaba un poco más viejo y un poco más triste.

En épocas anteriores, el hombre-que-era-un-lobo moraba por la montaña con aires de agresividad y dominio, pues a todos los animales que por allí pasaban apenas les dejaba un momento de súplica, iba directo al tierno cuello de estos inocentes. Aquello parecía un festín, en el que confetis y serpentinas se desparramaban por la hierba dándole un rojizo tono. Por supuesto, ningún animal sabía de la existencia de este hombre-que-era-un-lobo hasta que no era atacado. La paciencia, el sigilo y los ocultos escondites, eran las efectivas armas de caza, además de sus afiladas agujas que tenía como pezuñas. Pero el tiempo otorga sabiduría y avispa el ingenio, así que los animales preferían el camino más largo pero seguro, hacia otra colina adversa de un peligro en el que no hay retorno.
El hombre-que-era-un-lobo había sido muy agresivo, pero también muy ingenuo, pues su carácter insensible y ansioso de fortaleza y poder, concluían en definitiva, en un ser solitario, amargado y recientemente vegetariano.
Su lugar estaba en esa gran montaña, su vigorosidad en lo más inescrutable de esa gran montaña, y la razón para perdonar en otras alejadas montañas.
En esos días de vejez y tristeza irrumpió en la cueva del Nigromante Pedestre. Tenía la esperanza de que aquel sabio de la montaña pudiera solucionar su desesperante vida en la que no encontraba más que vegetales y huesos de aquellos a los que su perdón ya no asimilaría la más mínima expiación.
- Oh! gentil Nigromante Pedestre. Mis fosilizadas fechorías han sucumbido en un ser cargado de culpa. Mi soberbia oscureció hasta lo más puro de mi ser, y ahora ya nadie decide aproximarse a alguien total y absolutamente renovado. Me ahogo en un pozo de soledad. La justicia ha empleado su arma más firme y mortífera en mí. Oh! Mi honorable! ¿Cabría la posibilidad de redimirme de esta insufrible condena?
- Todo acto nefasto viene acompañado por juiciosas consecuencias. Y toda consecuencia acaba por suministrar las dosis de tus propios actos. Ellos suplicaban ante ti por su vida, ahora la súplica viene de ti. Pero la capacidad de rectificar las propias equivocaciones y lamentarse por ello, tienen cabida en la absolución. Una mente tan sensible debe formar parte de la humanidad, por todo ello vivirás como un ser humano, y la soledad en tu vida desaparecerá – dijo el Nigromante Pedestre.
- Mi gentil Nigromante Pedestre, os dispenso mi total lealtad y plena gratitud.

Fue así como el hombre-que-era-un-lobo, comenzó su nueva vida en el mundo de los humanos. Era magnífico que la vida le hubiera dado una nueva oportunidad. A nadie asustaba y si preguntaba, le respondían. Su felicidad era envidiable.
Pero nada es perfecto, y el hombre-que-era-un-lobo, se percató de ello. Porque toda la vida había permanecido tranquilamente en el bosque, donde todo va un segundo más lento y no tan veloz como la vida humana, donde no hay que hacer cola para conseguir comida, y donde tampoco el ruido es tan ensordecedor como en las calles más concurridas del lugar en el que viven los seres humanos.
No podía acostumbrarse a algo tan diferente, pero tampoco podía volver a su hábitat simplemente porque no sabía ni siquiera donde se hallaba. Lo que creyó poder ser el mejor regalo que podían hacerle, fue en realidad algo parecido a una pesadilla. Se sentía totalmente fuera de lugar, por no mencionar su aspecto distinto al de los demás, no todos tiene como orejas unas manoplas, ni como hombros y espalda unos reposa-brazos de butacas, y aunque alguna vez había mantenido una pequeña conversación con alguien, no llegaba más que a eso, ya que todavía no tenía a nadie con el que charlar más de cinco minutos. Así que la soledad lentamente se criaba y crecía de nuevo.
También se acrecentaba el hambre, pues nadie le había dicho que para conseguir comida esperando en largas colas, se necesitaba algo a cambio, monedas por ejemplo. Él cazaba sin dar nada a cambio, salvo algunas veces que dejaba las sobras.
El hombre-que-era-un-lobo se estaba consumiendo por dentro y por fuera, y no pudo hacer más que esperar.

Sin embargo muchos saben que después de la tristeza más áspera, después de la oscuridad siempre hay un interruptor para encender la luz. Eso es lo que le pasó al hombre-que-era-un-lobo, pues entretanto deambular y esperar, algo le hizo tropezarse.
Era una cuerda sujetada por un clavo un tanto oxidado, que mantenía una carpa. Cuando entró en la carpa, lo primero que se encontró fue a un león comiéndose un apetitoso filete de carne, siguió caminando por las pequeñas carpas y jaulas, parecía ser la hora de comer para aquellos animales, pues todos disfrutaban de lo que el hombre-que-era-un-lobo más ansiaba. Encontró algo extraño en una mujer, porque cuando se giró mágicamente se convirtió en un hombre bien trajeado, o la sorprendente forma de arrastrarse de un hombre sin brazos y sin piernas. Aquel sitio era del todo inusual. Mientras se ensimismaba mirando aquellas personas, alguien le estiró impacientemente de su cola por detrás, así que salió de su hipnotismo pasmoso y se giró.
Era un hombre bajito y regordete, con un fino y delicadamente peinado bigote, y un sombrero de copa que le hacía parecer de estatura normal, pues casi eran el sombrero y él del mismo tamaño. También tenía una llamativa y elegante chaqueta roja. Aquel hombre preguntó con apetente curiosidad.
- ¿De dónde vienes?


Alyzia Zherno

martes, 19 de enero de 2010






EL SEÑOR PHEAREST


Hace mucho tiempo, o la semana pasada, no importa, las personas seguían con sus vidas. Jugaban, comían, dormían, se rascaban la cabeza para pensar, salían a pasear a sus mascotas y a ellos mismos, en fin, vivían su vida como les apetecía, y en armonía con los demás habitantes de su ciudad. Para todos ellos eso era tener una vida normal con las ventajas e inconvenientes que todos pueden tener, y si cualquiera decidía que en su vida necesitaba conseguir algún objetivo más, pues mucho mejor.

Pero no todos tienen la misma suerte ni el mismo tipo de vida, hay personas que fatalmente han nacido, crecido y vivido con temor, con un miedo terrible a todo cuanto les rodea que no sea conocido o habitual en su cuestionable vida. Algunos aprenden a convivir con sus miedos, otros los afrontan y consiguen en el último momento ahuyentar su tormento, sin embargo hay otros muchos que sus miedos se apoderan de su delicado carácter y se despiertan todas las mañanas preocupados y pensando qué infortunios les deparará ese día. Incluso a veces temen también a las cosas que les resultan familiares, porque en realidad nunca saben qué es lo que les puede traicionar, sobre todo si tienen un acolchado y mullido cojín al que le sobresalen afiladas puntas de pluma. 

Por otra parte y no sin salirnos todavía del contenido, es cierto que hay muchos lugares en este extravagante planeta que todavía nos son desconocidos para todos. El mundo también está habitado por rincones, esquinas, bordes, escondites, agujeros, etc., que todavía no han sido escaneados por ninguna retina humana. Y así es en lo más recóndito de cuantiosos bosques, en los que no se sabe a ciencia cierta qué se puede hallar.  Algunos exploradores deseosos de nuevos descubrimientos en los que sólo ellos podrían ser sabedores de territorios inhóspitos y vírgenes, han intentado adentrarse en busca del misterio sin resolver, pero sin éxito, pues todos ellos han acabado dando media vuelta por simple aburrimiento, por no encontrar más que maleza agobiante, oscuridad misteriosa y telarañas a raudales. Y quizá allá donde no alcanza el sol, ni siquiera la luna, lograrían haber hallado espacios que todavía están por descubrir, y que son oscuramente extraordinarios.
Es posible que alguna mente maravillosa y sin margen de limitación, como por ejemplo la de un niño o una niña, haya conquistado fascinantes lugares en su imaginación que existan en realidad. Deberíamos preguntarles.

Pues bien, la oscuridad, tras insonoros estudios debe y podría ser el lugar más indicado y confortable para estas personas con demasiado pánico e inseguridad en sus vidas, porque con oscuridad no hay mucho que ver, por lo tanto tampoco hay mucho que sentir.
El señor Phearest es uno de ellos, un miedoso empedernido. Teme a casi todo, como por ejemplo a cruzar la acera, ha tenido graves dificultades al intentar llegar a la calle que está frente a su casa, también le horrorizan  las piruletas porque se le pueden pegar al pelo, las farolas porque le pueden romper la nariz, la música porque le puede dejar sordo, las bañeras porque podría ahogarse en una marejada, los cajones porque le harían desaparecer los calcetines, los espejos por el terror de encontrarse lo que hay dentro de ellos, los relojes porque se podrían gastar las pilas y quedarse sin tiempo, las chapas porque se le podrían incrustar en un ojo, las nubes porque un día de estos podría caerse alguna justo encima de él y aplastarle, y un sinfín de más cosas y teorías, a juicio alguno absurdas.
Este individuo, apellidado Phearest, es un hombrecillo no muy alto y algo descarnado, no come mucho por miedo a tener una indigestión de comida y quedar postrado en su cama enfermo de pesadez. Tiene el pelo corto y algo despeinado, pues si lo tuviera largo podría taparle la visión, tropezar, caer y dañar sus rodillas y manos. Siempre lleva puesto el suficiente abrigo y protección para no coger un resfriado. Su piel es tan blanquecina, que al tocarlo parece que va a estar frío y duro como el marfil. Y al ser tan pálido sus ojeras se aprecian aún más. Sus brazos y piernas tan flacuchos consiguen que su aspecto sea el de un pobre y débil hombre. Su cara con el paso de los años ha ido acentuando una mueca muy particular, pues sus cejas empiezan a estar más levantadas de lo normal, sus ojos redondos parecen los de un búho y las comisuras de su boca empiezan a caer, convirtiendo su boca en una media luna mirando hacia abajo. Todo ello unido logra que su rostro parezca siempre asustado. Sin embargo, no todos los rasgos de este hombrecillo son extraños, ya que le apasiona leer, es una de sus poquísimas pasiones, sin embargo teme cortarse con las hojas, y aunque casi siempre opta por no leer, hay días en que se siente valiente y se enfunda unos gruesos guantes, así consigue leer algo más tranquilo. Los restantes días del año, su valentía amaina y por eso ha decidido reescribir todos los libros que tiene en páginas de tela. Es uno de sus pasatiempos.

Cierta y casualmente, el estudio insonoro antes comentado es verídico, pues el señor Phearest es el claro ejemplo de una subsistencia aislada en uno de los bosques más perdidos y oscuros del planeta. Anclada en la tierra, una pequeña casa de madera desgastada por la intensa humedad de la espesura, es la vivienda del señor Phearest. Alrededor de ella crecen ingentes cantidades de setas, calabazas, frambuesas, bellotas,… La casita tiene un gran portón de entrada de un color marrón grisáceo, con una pequeña rendija donde él observa de vez en cuando la oscuridad de fuera. Más arriba del portón, la fachada se completa con una pequeña ventana, redonda, cerrada y única en toda la casa, con una cortina en su interior. La vivienda está iluminada con velas, y una pequeña hoguera en la chimenea construida con ladrillos, que además de servirle para entrar en calor los días más fríos, es también muy útil para no tropezarse con todo lo que se abalance sobre él o se interponga en su camino. Por supuesto tiene recipientes rellenos de agua al lado de cada llama de fuego, cauteloso de que alguna de ellas quiera escaparse reptando por la cortina o por la pared de papel y salir por la única ventana que hay. Asimismo estos recipientes a su vez están metidos en delicadas jaulas sujetas para que no puedan caer, derramar el agua y terminar inundando la humilde casita.
Tiene tanto miedo a salir fuera, que los sabios animales del bosque, se han percatado de ello, y son estos los que dejan alimentos y agua en un cubo con una cuerda enganchada hasta la única ventana de la casa que el señor Phearest ideó para ahorrarse el tener que salir afuera y llevarse el más mínimo susto. Su gran desconfianza a casi todo le ha otorgado un gran ingenio, que evita siempre el menor sobresalto o incidente que pueda albergar cada prevención que se le ocurre. 
Hasta algún momento había sido (in-)feliz, pues su vida era correcta. Pero había pasado el tiempo y él lo sabía sin siquiera tener relojes, porque cada cierto tiempo se fijaba en sus manos, y éstas se distinguían más huesudas y grisáceas. Además el señor Phearest ya contaba con unas cuantas canas que asomaban en su pelo enmarañado. La debilidad y madurez era ya una realidad en él, y por ello había comenzado a utilizar como garrote la pata de una mesa que no usaba, por miedo a que se quedase coja. Toda una vida como la de aquel tipo tan ordenada, tan milimetrada y tan estudiada, acarreaba consecuencias, y es que no es de extrañar que naciesen en él ciertos signos de aburrimiento, pues todos los días eran exactamente iguales, hacía lo mismo cada jornada, de hecho toda su labor estaba cronometrada en su mente por miedo a desvariar los hábitos. Su condición de miedoso le había convertido también en un ser maniático y ordenado de un modo obsesivo y algo compulsivo.
Cuando se asomaba por la rendija del portón, veía como los animales husmeaban los agujeros de los árboles, roían las bellotas y comían hierba, se rascaban o trepaban a la cima de los árboles para divisar un poco de luz en tanta oscuridad. Había días que, durante horas, se quedaba ensimismado en la rendija de la puerta de entrada observando a los animales brincar, volar y corretear como hojas caídas de los árboles guiadas por la tenue y relajante brisa. Es verdad, que algo en lo más minúsculo y decrépito de este particular ser, le decía que probablemente los animales, a pesar de no tener cronometradas, precisadas ni estudiadas sus vidas, eran felices, porque el corretear es símbolo de felicidad, ya que, la opinión según el señor Phearest, es que en su infancia cuando asomaba por la rendija de su antigua casa, veía a los niños correr y reír a la vez, y eso tenía que ser la felicidad. Cuando un niño o una niña sonríe, lo hace de verdad, sin fingimiento, ni disimulos. Es auténtico. No deja lugar a dudas. Lo cierto es que cuando este señor era un niño, reía muy poco. A sus miedos le acompañaban la soledad y el desencanto y eso le impedía muchas veces las ganas de reír. Además le era difícil sonreír porque la mueca asustadiza que ya vislumbraba en sus facciones lo imposibilitaba bastante.
Así que, dándole vueltas a la cabeza, sin ser necesario girar sobre sí mismo, llegando incluso a soportar terribles accesos de dolor mentales y abyectos mareos con los que días después sufriría postrado en su cama; estudiando y analizando las posibles consecuencias que sería realizar un esfuerzo nuevo en su totalidad y desconocido, optó por la situación más arriesgada que podría tener en toda su vida, salir afuera.
No fue fácil idear un imprevisto de ese calibre, pero sus apuntes mentales pudieron encajar de manera que cualquier peligro acechante podría ser combatido sin grandes sobresaltos.
Vestido con toda la protección que la marcha planteaba y armado con toda clase de objetos que necesitaba por si se planteasen sorpresas en el último momento, y que le serían muy útiles para cualquier circunstancia repentina y peligrosa, se puso calzado adecuado para salir fuera y se acercó al portón para mirar primero por la rendija. Buscó cualquier anomalía del exterior, algo que no estuviese en su lugar indicado o cualquier movimiento extraño, pero no encontró nada, solo animales a los que ya conocía muy bien a todos y cada uno de ellos y a las ramas de los árboles, las cuales seguían en su sitio como siempre. Lentamente y con gran nerviosismo, giró la manivela del portón. Los animalillos que en ese momento se encontraban rondando por la casita se quedaron expectantes por lo novedoso de la situación, nunca habían visto movimiento en el portón, incluso el viento que se paseaba por la zona dejó de agitar las ramas de los árboles. El señor Phearest se dispuso a abrir y ¡PUM! La gran puerta se le echó encima y lo aplastó.

Tras varias deducciones de aquel fatal y repentino accidente, la causa de tan abrumadora caída, se debió a que la suma de acontecimientos para una puerta como la humedad, la oxidación, la madera vieja y sobre todo la inutilidad, nunca vienen bien.

Pasó el tiempo y la oscuridad siguió siendo oscuridad.

Moralejanunca dejes que las bisagras de tu puerta lleguen a oxidarse. 

Alyzia Zherno

martes, 12 de enero de 2010




LA PRINCESA Y EL GUISANTE

Ella llamó a la puerta:
- Toc ! Toc !
- ¿Quién es?
- ¿Sería, por favor, tan amable de cobijar de la tormentosa lluvia a una chica con una piel nacarada que empieza a pudrirse?
- Oh! Por supuesto! Entre.
- Se lo agradezco.

Hasta aquel entonces, los días habían sido espléndidos y claros, con los ruidos característicos del chapotear de las ninfas de agua, o el repiqueteo en los troncos de los pájaros carpintero durante el día, y los misteriosos cantares de los búhos acompañados del inaudible chillido de los vampiros en la noche. Por ello, por disfrutar de las profundidades de lo natural, muchas chicas y chicos solitarios habían salido a pasear. Las princesas aburridas en sus modestos castillos de media milla de longitud, también se habían dispuesto a experimentar algún tipo de aventura que no fuese bailar hasta altas horas de la noche con príncipes azules o de otros colores; o desayunar apetitosos y utópicos manjares cubiertos por un sombrero de espumosa capa de nata montada con fina y rigurosa decoración de sirope de chocolate, caramelo o fresa, rociados con atrayentes perfumes afrutados, dispuestos matemáticamente en infinitas bandejas, y esponjosas nubes de algodón rosáceas, azuladas, blanquecinas y comestibles rondando y volando por toda la habitación.
Todos los chicos y chicas, alejados de sus hogares, se divertían y gozaban de la nebulosa de magia que emanaba la madre naturaleza en pleno bosque, en busca de lo que cada uno viese oportuno. Pero un mal día, una gota aterrizó sobre la cáscara de media nuez, en ese instante cayó otra y otra y otra gota, así hasta que, la lluvia no cesó hasta pasado un mes.
La lluvia empañaba los ojos, así que otear el horizonte les era casi imposible.
Los chicos y chicas se refugiaban donde podían, unos en una osera deshabitada, otros bajo la rama de un árbol, algunos iban equipados y llevaban paraguas, pero aun así se mojaban y otros se tapaban los ojos para no ver la lluvia y así no mojarse.
La lluvia había dejado pasar a la noche, y todo era agua y más agua y oscuridad y más oscuridad.
Una de las chicas llamó a la puerta.
Fue bienvenida. Y ella lo agradeció infinitamente, pues su piel no habría dado más tregua. Tuvo la gran suerte de hospedarse en una enorme casa y muy bien amueblada, con distinguidos objetos de gran valor.
Aquella casa, tenía una habitación para huéspedes, y además muy acogedora,
aunque no tanto como las demás estancias, pero no importaba, el cansancio impedía tratar con la curiosidad y la crítica.
La suerte no acababa ahí, porque todos los invitados que alguna vez se alojaran en aquel agradable hogar disfrutarían de un gran tazón de leche caliente con galletas de diferentes sabores, ¡hasta con sabor a cabello de hada madrina!
La chica había estado deambulando todo el día, y el cansancio le acorralaba. Pronto dio las buenas noches a sus salvadores inquilinos de aquella casa y con caminar ebrio a causa de su agotamiento fue hacia la habitación. Se tumbó en la cama.
Al día siguiente, la lluvia seguía abofeteando la ventana y la chica ya se había puesto sus botas.
Como era de esperar, la dueña de la vivienda preguntó qué tal había pasado la noche:
- Pues a decir verdad, no he podido dormir nada, ni siquiera cuando las aves nocturnas, habían cesado su canto. Incluso esta mañana me he mirado al espejo y éste, al verme, se ha roto. Creo que algo me incomodaba durante la noche.
- Bravo, hemos encontrado a una princesa!
Daba la casualidad de que aquella dueña, era una reina, nada más y nada menos que la reina Grandezza. Además tenía un hijo en edad casamentera y el tiempo apremiaba, había que empezar a buscar chicas que fueran auténticas princesas. La reina había decidido colocar en la cama de la habitación de invitados un guisante de su propia huerta, con éste sabría si la chica era especial, una princesa de verdad con las típicas quejas de las princesas o por el contrario una simple dama, que no merecía la mano de su hijo.
Sus deseos fueron cumplidos. Aquellos desesperantes días tan lluviosos y tan grises habían ayudado a la reina a encontrar lo que tanto ansiaba, una princesa, alguien especial.


Y recuerda, seguro que eres especial porque dormirías en esa cama con ese guisante, te levantarías al día siguiente, te mirarías al espejo, y también lo romperías.


Alyzia Zherno

domingo, 10 de enero de 2010







LA ESCOBA QUE ESPERABA

Allá, en la falda gris de la montaña Lejosía, yacía una retirada casucha pequeña, algo desbaratada al parecer desde hacía no mucho tiempo. Estaba rodeada de paredes de jaulas de loro entrelazadas, a modo de valla con una puerta para poder acceder a la casa. El jardín que se ubicaba entre la valla y la morada, tenía un pequeño camino zigzagueante hecho de piedrecillas, que empezaba en la puerta de la valla y terminaba en la puerta de la casa, lógicamente. Todo el jardín estaba lleno de hierbajos cuidadosamente pintados uno por uno (probablemente para dar un poco de color), y pequeñas zonas con cenizas que inundaban toda la parcela. También se encontraba en un lateral del jardín, un pequeño y peculiar árbol con una rama torcida y dos pequeños agujeros en la zona media del tronco.
La fachada de la casa no sería muy destacable, sino fuera porque estaba pintada de enredadera y la puerta de entrada era de color rojo con motitas negras. Al abrir la puerta y entrar, se desprendía un repentino olor a penetrante humedad cocinada. El interior de ella se veía habitable. Al ser una vivienda tan pequeña, sólo tenía lo imprescindible, un recibidor en el que las ventanas tenían como cortinas huesos de cola de lagartija, una habitación, o más bien un cuchitril con una cama de esas que chirrían con la rozadura del vuelo de un mosquito, un cuarto de baño, una habitación cerrada con candado y una cocina. La cocina parecía ser el lugar más habitado, pues era el espacio más amplio de la casa, además tenía un cierto desorden, como si hubieran estado trajinando justo antes de salir de aquel solitario hogar. En una de las paredes de la cocina se podía ver una gran chimenea, con cazuelas colgadas y calderos ubicados al lado del hollinado fogón. En uno de los rincones, apoyada en la pared, se hallaba una escoba. Si fuera humana, diríamos que era anciana. Las tiras del manojo de palma empezaban a enroscarse como los pelos de una poblada y larga barba blanca de un viejo pensador. Y el palo de la escoba estaba algo curvado. La escoba, era el único objeto de la estancia que parecía tener un hálito de vida, como si todo lo demás fuera parte de un escenario, y ella el invitado a un lugar desconocido. Daba la impresión de que llevaba adormilada algún tiempo, parecía esperar a ser utilizada de nuevo, como tantas veces lo habría hecho. Todo el tiempo que hubiese pasado y fuera a pasar, la escoba seguiría allí, inmóvil y sin molestar. Los grillos empezaban a inundar el campo con sus conversaciones, y eso marcaba la hora en que la luna se desperezaba para salir a trabajar.
Pronto la oscuridad se tornó grisácea, y luego anaranjada, y más tarde brillante con la luz del sol. Aquella casa seguía deshabitada por la persona que la habitaba. Pasaban las horas claras y las horas oscuras, y todo seguía esperando. La casa cada vez se veía más pequeña, porque los hierbajos crecían sin cesar. El interior se veía más polvoriento y más oscuro.
Y la escoba, ese único objeto que parecía diferente a los demás, acabó lentamente por formar parte del escenario.



Esta es la historia de todas las escobas que esperan y esperan. Y que han quedado huérfanas de dueña, por haber sido ésta quemada en la hoguera.



Alyzia Zherno

sábado, 9 de enero de 2010

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Alyzia Zherno
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