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martes, 19 de enero de 2010






EL SEÑOR PHEAREST


Hace mucho tiempo, o la semana pasada, no importa, las personas seguían con sus vidas. Jugaban, comían, dormían, se rascaban la cabeza para pensar, salían a pasear a sus mascotas y a ellos mismos, en fin, vivían su vida como les apetecía, y en armonía con los demás habitantes de su ciudad. Para todos ellos eso era tener una vida normal con las ventajas e inconvenientes que todos pueden tener, y si cualquiera decidía que en su vida necesitaba conseguir algún objetivo más, pues mucho mejor.

Pero no todos tienen la misma suerte ni el mismo tipo de vida, hay personas que fatalmente han nacido, crecido y vivido con temor, con un miedo terrible a todo cuanto les rodea que no sea conocido o habitual en su cuestionable vida. Algunos aprenden a convivir con sus miedos, otros los afrontan y consiguen en el último momento ahuyentar su tormento, sin embargo hay otros muchos que sus miedos se apoderan de su delicado carácter y se despiertan todas las mañanas preocupados y pensando qué infortunios les deparará ese día. Incluso a veces temen también a las cosas que les resultan familiares, porque en realidad nunca saben qué es lo que les puede traicionar, sobre todo si tienen un acolchado y mullido cojín al que le sobresalen afiladas puntas de pluma. 

Por otra parte y no sin salirnos todavía del contenido, es cierto que hay muchos lugares en este extravagante planeta que todavía nos son desconocidos para todos. El mundo también está habitado por rincones, esquinas, bordes, escondites, agujeros, etc., que todavía no han sido escaneados por ninguna retina humana. Y así es en lo más recóndito de cuantiosos bosques, en los que no se sabe a ciencia cierta qué se puede hallar.  Algunos exploradores deseosos de nuevos descubrimientos en los que sólo ellos podrían ser sabedores de territorios inhóspitos y vírgenes, han intentado adentrarse en busca del misterio sin resolver, pero sin éxito, pues todos ellos han acabado dando media vuelta por simple aburrimiento, por no encontrar más que maleza agobiante, oscuridad misteriosa y telarañas a raudales. Y quizá allá donde no alcanza el sol, ni siquiera la luna, lograrían haber hallado espacios que todavía están por descubrir, y que son oscuramente extraordinarios.
Es posible que alguna mente maravillosa y sin margen de limitación, como por ejemplo la de un niño o una niña, haya conquistado fascinantes lugares en su imaginación que existan en realidad. Deberíamos preguntarles.

Pues bien, la oscuridad, tras insonoros estudios debe y podría ser el lugar más indicado y confortable para estas personas con demasiado pánico e inseguridad en sus vidas, porque con oscuridad no hay mucho que ver, por lo tanto tampoco hay mucho que sentir.
El señor Phearest es uno de ellos, un miedoso empedernido. Teme a casi todo, como por ejemplo a cruzar la acera, ha tenido graves dificultades al intentar llegar a la calle que está frente a su casa, también le horrorizan  las piruletas porque se le pueden pegar al pelo, las farolas porque le pueden romper la nariz, la música porque le puede dejar sordo, las bañeras porque podría ahogarse en una marejada, los cajones porque le harían desaparecer los calcetines, los espejos por el terror de encontrarse lo que hay dentro de ellos, los relojes porque se podrían gastar las pilas y quedarse sin tiempo, las chapas porque se le podrían incrustar en un ojo, las nubes porque un día de estos podría caerse alguna justo encima de él y aplastarle, y un sinfín de más cosas y teorías, a juicio alguno absurdas.
Este individuo, apellidado Phearest, es un hombrecillo no muy alto y algo descarnado, no come mucho por miedo a tener una indigestión de comida y quedar postrado en su cama enfermo de pesadez. Tiene el pelo corto y algo despeinado, pues si lo tuviera largo podría taparle la visión, tropezar, caer y dañar sus rodillas y manos. Siempre lleva puesto el suficiente abrigo y protección para no coger un resfriado. Su piel es tan blanquecina, que al tocarlo parece que va a estar frío y duro como el marfil. Y al ser tan pálido sus ojeras se aprecian aún más. Sus brazos y piernas tan flacuchos consiguen que su aspecto sea el de un pobre y débil hombre. Su cara con el paso de los años ha ido acentuando una mueca muy particular, pues sus cejas empiezan a estar más levantadas de lo normal, sus ojos redondos parecen los de un búho y las comisuras de su boca empiezan a caer, convirtiendo su boca en una media luna mirando hacia abajo. Todo ello unido logra que su rostro parezca siempre asustado. Sin embargo, no todos los rasgos de este hombrecillo son extraños, ya que le apasiona leer, es una de sus poquísimas pasiones, sin embargo teme cortarse con las hojas, y aunque casi siempre opta por no leer, hay días en que se siente valiente y se enfunda unos gruesos guantes, así consigue leer algo más tranquilo. Los restantes días del año, su valentía amaina y por eso ha decidido reescribir todos los libros que tiene en páginas de tela. Es uno de sus pasatiempos.

Cierta y casualmente, el estudio insonoro antes comentado es verídico, pues el señor Phearest es el claro ejemplo de una subsistencia aislada en uno de los bosques más perdidos y oscuros del planeta. Anclada en la tierra, una pequeña casa de madera desgastada por la intensa humedad de la espesura, es la vivienda del señor Phearest. Alrededor de ella crecen ingentes cantidades de setas, calabazas, frambuesas, bellotas,… La casita tiene un gran portón de entrada de un color marrón grisáceo, con una pequeña rendija donde él observa de vez en cuando la oscuridad de fuera. Más arriba del portón, la fachada se completa con una pequeña ventana, redonda, cerrada y única en toda la casa, con una cortina en su interior. La vivienda está iluminada con velas, y una pequeña hoguera en la chimenea construida con ladrillos, que además de servirle para entrar en calor los días más fríos, es también muy útil para no tropezarse con todo lo que se abalance sobre él o se interponga en su camino. Por supuesto tiene recipientes rellenos de agua al lado de cada llama de fuego, cauteloso de que alguna de ellas quiera escaparse reptando por la cortina o por la pared de papel y salir por la única ventana que hay. Asimismo estos recipientes a su vez están metidos en delicadas jaulas sujetas para que no puedan caer, derramar el agua y terminar inundando la humilde casita.
Tiene tanto miedo a salir fuera, que los sabios animales del bosque, se han percatado de ello, y son estos los que dejan alimentos y agua en un cubo con una cuerda enganchada hasta la única ventana de la casa que el señor Phearest ideó para ahorrarse el tener que salir afuera y llevarse el más mínimo susto. Su gran desconfianza a casi todo le ha otorgado un gran ingenio, que evita siempre el menor sobresalto o incidente que pueda albergar cada prevención que se le ocurre. 
Hasta algún momento había sido (in-)feliz, pues su vida era correcta. Pero había pasado el tiempo y él lo sabía sin siquiera tener relojes, porque cada cierto tiempo se fijaba en sus manos, y éstas se distinguían más huesudas y grisáceas. Además el señor Phearest ya contaba con unas cuantas canas que asomaban en su pelo enmarañado. La debilidad y madurez era ya una realidad en él, y por ello había comenzado a utilizar como garrote la pata de una mesa que no usaba, por miedo a que se quedase coja. Toda una vida como la de aquel tipo tan ordenada, tan milimetrada y tan estudiada, acarreaba consecuencias, y es que no es de extrañar que naciesen en él ciertos signos de aburrimiento, pues todos los días eran exactamente iguales, hacía lo mismo cada jornada, de hecho toda su labor estaba cronometrada en su mente por miedo a desvariar los hábitos. Su condición de miedoso le había convertido también en un ser maniático y ordenado de un modo obsesivo y algo compulsivo.
Cuando se asomaba por la rendija del portón, veía como los animales husmeaban los agujeros de los árboles, roían las bellotas y comían hierba, se rascaban o trepaban a la cima de los árboles para divisar un poco de luz en tanta oscuridad. Había días que, durante horas, se quedaba ensimismado en la rendija de la puerta de entrada observando a los animales brincar, volar y corretear como hojas caídas de los árboles guiadas por la tenue y relajante brisa. Es verdad, que algo en lo más minúsculo y decrépito de este particular ser, le decía que probablemente los animales, a pesar de no tener cronometradas, precisadas ni estudiadas sus vidas, eran felices, porque el corretear es símbolo de felicidad, ya que, la opinión según el señor Phearest, es que en su infancia cuando asomaba por la rendija de su antigua casa, veía a los niños correr y reír a la vez, y eso tenía que ser la felicidad. Cuando un niño o una niña sonríe, lo hace de verdad, sin fingimiento, ni disimulos. Es auténtico. No deja lugar a dudas. Lo cierto es que cuando este señor era un niño, reía muy poco. A sus miedos le acompañaban la soledad y el desencanto y eso le impedía muchas veces las ganas de reír. Además le era difícil sonreír porque la mueca asustadiza que ya vislumbraba en sus facciones lo imposibilitaba bastante.
Así que, dándole vueltas a la cabeza, sin ser necesario girar sobre sí mismo, llegando incluso a soportar terribles accesos de dolor mentales y abyectos mareos con los que días después sufriría postrado en su cama; estudiando y analizando las posibles consecuencias que sería realizar un esfuerzo nuevo en su totalidad y desconocido, optó por la situación más arriesgada que podría tener en toda su vida, salir afuera.
No fue fácil idear un imprevisto de ese calibre, pero sus apuntes mentales pudieron encajar de manera que cualquier peligro acechante podría ser combatido sin grandes sobresaltos.
Vestido con toda la protección que la marcha planteaba y armado con toda clase de objetos que necesitaba por si se planteasen sorpresas en el último momento, y que le serían muy útiles para cualquier circunstancia repentina y peligrosa, se puso calzado adecuado para salir fuera y se acercó al portón para mirar primero por la rendija. Buscó cualquier anomalía del exterior, algo que no estuviese en su lugar indicado o cualquier movimiento extraño, pero no encontró nada, solo animales a los que ya conocía muy bien a todos y cada uno de ellos y a las ramas de los árboles, las cuales seguían en su sitio como siempre. Lentamente y con gran nerviosismo, giró la manivela del portón. Los animalillos que en ese momento se encontraban rondando por la casita se quedaron expectantes por lo novedoso de la situación, nunca habían visto movimiento en el portón, incluso el viento que se paseaba por la zona dejó de agitar las ramas de los árboles. El señor Phearest se dispuso a abrir y ¡PUM! La gran puerta se le echó encima y lo aplastó.

Tras varias deducciones de aquel fatal y repentino accidente, la causa de tan abrumadora caída, se debió a que la suma de acontecimientos para una puerta como la humedad, la oxidación, la madera vieja y sobre todo la inutilidad, nunca vienen bien.

Pasó el tiempo y la oscuridad siguió siendo oscuridad.

Moralejanunca dejes que las bisagras de tu puerta lleguen a oxidarse. 

Alyzia Zherno

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