EL SEÑOR PHEAREST
Hace mucho tiempo, o la semana
pasada, no importa, las personas seguían con sus vidas. Jugaban, comían,
dormían, se rascaban la cabeza para pensar, salían a pasear a sus mascotas y a
ellos mismos, en fin, vivían su vida como les apetecía, y en armonía con los demás
habitantes de su ciudad. Para todos ellos eso era tener una vida normal con las
ventajas e inconvenientes que todos pueden tener, y si cualquiera decidía que
en su vida necesitaba conseguir algún objetivo más, pues mucho mejor.
Pero no todos tienen la misma
suerte ni el mismo tipo de vida, hay personas que fatalmente han nacido,
crecido y vivido con temor, con un miedo terrible a todo cuanto les rodea que
no sea conocido o habitual en su cuestionable vida. Algunos aprenden a convivir
con sus miedos, otros los afrontan y consiguen en el último momento ahuyentar
su tormento, sin embargo hay otros muchos que sus miedos se apoderan de su
delicado carácter y se despiertan todas las mañanas preocupados y pensando qué
infortunios les deparará ese día. Incluso a veces temen también a las cosas que
les resultan familiares, porque en realidad nunca saben qué es lo que les puede
traicionar, sobre todo si tienen un acolchado y mullido cojín al que le
sobresalen afiladas puntas de pluma.
Por otra parte y no sin salirnos
todavía del contenido, es cierto que hay muchos lugares en este extravagante planeta
que todavía nos son desconocidos para todos. El mundo también está habitado por
rincones, esquinas, bordes, escondites, agujeros, etc., que todavía no han sido
escaneados por ninguna retina humana. Y así es en lo más recóndito de cuantiosos
bosques, en los que no se sabe a ciencia cierta qué se puede hallar. Algunos exploradores deseosos de nuevos
descubrimientos en los que sólo ellos podrían ser sabedores de territorios inhóspitos
y vírgenes, han intentado adentrarse en busca del misterio sin resolver, pero
sin éxito, pues todos ellos han acabado dando media vuelta por simple
aburrimiento, por no encontrar más que maleza agobiante, oscuridad misteriosa y
telarañas a raudales. Y quizá allá donde no alcanza el sol, ni siquiera la
luna, lograrían haber hallado espacios que todavía están por descubrir, y que
son oscuramente extraordinarios.
Es posible que alguna mente maravillosa
y sin margen de limitación, como por ejemplo la de un niño o una niña, haya
conquistado fascinantes lugares en su imaginación que existan en realidad. Deberíamos
preguntarles.
Pues bien, la oscuridad, tras
insonoros estudios debe y podría ser el lugar más indicado y confortable para
estas personas con demasiado pánico e inseguridad en sus vidas, porque con
oscuridad no hay mucho que ver, por lo tanto tampoco hay mucho que sentir.
El señor Phearest es uno de ellos,
un miedoso empedernido. Teme a casi todo, como por ejemplo a cruzar la acera,
ha tenido graves dificultades al intentar llegar a la calle que está frente a
su casa, también le horrorizan las
piruletas porque se le pueden pegar al pelo, las farolas porque le pueden
romper la nariz, la música porque le puede dejar sordo, las bañeras porque podría
ahogarse en una marejada, los cajones porque le harían desaparecer los calcetines,
los espejos por el terror de encontrarse lo que hay dentro de ellos, los
relojes porque se podrían gastar las pilas y quedarse sin tiempo, las chapas
porque se le podrían incrustar en un ojo, las nubes porque un día de estos
podría caerse alguna justo encima de él y aplastarle, y un sinfín de más cosas
y teorías, a juicio alguno absurdas.
Este individuo, apellidado Phearest,
es un hombrecillo no muy alto y algo descarnado, no come mucho por miedo a
tener una indigestión de comida y quedar postrado en su cama enfermo de
pesadez. Tiene el pelo corto y algo despeinado, pues si lo tuviera largo podría
taparle la visión, tropezar, caer y dañar sus rodillas y manos. Siempre lleva
puesto el suficiente abrigo y protección para no coger un resfriado. Su piel es
tan blanquecina, que al tocarlo parece que va a estar frío y duro como el
marfil. Y al ser tan pálido sus ojeras se aprecian aún más. Sus brazos y
piernas tan flacuchos consiguen que su aspecto sea el de un pobre y débil
hombre. Su cara con el paso de los años ha ido acentuando una mueca muy
particular, pues sus cejas empiezan a estar más levantadas de lo normal, sus
ojos redondos parecen los de un búho y las comisuras de su boca empiezan a
caer, convirtiendo su boca en una media luna mirando hacia abajo. Todo ello
unido logra que su rostro parezca siempre asustado. Sin embargo, no todos los
rasgos de este hombrecillo son extraños, ya que le apasiona leer, es una de sus
poquísimas pasiones, sin embargo teme cortarse con las hojas, y aunque casi
siempre opta por no leer, hay días en que se siente valiente y se enfunda unos
gruesos guantes, así consigue leer algo más tranquilo. Los restantes días del
año, su valentía amaina y por eso ha decidido reescribir todos los libros que
tiene en páginas de tela. Es uno de sus pasatiempos.
Cierta y casualmente, el estudio
insonoro antes comentado es verídico, pues el señor Phearest es el claro
ejemplo de una subsistencia aislada en uno de los bosques más perdidos y
oscuros del planeta. Anclada en la tierra, una pequeña casa de madera
desgastada por la intensa humedad de la espesura, es la vivienda del señor
Phearest. Alrededor de ella crecen ingentes cantidades de setas, calabazas,
frambuesas, bellotas,… La casita tiene un gran portón de entrada de un color
marrón grisáceo, con una pequeña rendija donde él observa de vez en cuando la
oscuridad de fuera. Más arriba del portón, la fachada se completa con una
pequeña ventana, redonda, cerrada y única en toda la casa, con una cortina en
su interior. La vivienda está iluminada con velas, y una pequeña hoguera en la
chimenea construida con ladrillos, que además de servirle para entrar en calor
los días más fríos, es también muy útil para no tropezarse con todo lo que se
abalance sobre él o se interponga en su camino. Por supuesto tiene recipientes
rellenos de agua al lado de cada llama de fuego, cauteloso de que alguna de
ellas quiera escaparse reptando por la cortina o por la pared de papel y salir
por la única ventana que hay. Asimismo estos recipientes a su vez están metidos
en delicadas jaulas sujetas para que no puedan caer, derramar el agua y
terminar inundando la humilde casita.
Tiene tanto miedo a salir fuera,
que los sabios animales del bosque, se han percatado de ello, y son estos los
que dejan alimentos y agua en un cubo con una cuerda enganchada hasta la única
ventana de la casa que el señor Phearest ideó para ahorrarse el tener que salir
afuera y llevarse el más mínimo susto. Su gran desconfianza a casi todo le ha
otorgado un gran ingenio, que evita siempre el menor sobresalto o incidente que
pueda albergar cada prevención que se le ocurre.
Hasta algún momento había sido
(in-)feliz, pues su vida era correcta. Pero había pasado el tiempo y él lo
sabía sin siquiera tener relojes, porque cada cierto tiempo se fijaba en sus
manos, y éstas se distinguían más huesudas y grisáceas. Además el señor
Phearest ya contaba con unas cuantas canas que asomaban en su pelo enmarañado.
La debilidad y madurez era ya una realidad en él, y por ello había comenzado a
utilizar como garrote la pata de una mesa que no usaba, por miedo a que se
quedase coja. Toda una vida como la de aquel tipo tan ordenada, tan milimetrada
y tan estudiada, acarreaba consecuencias, y es que no es de extrañar que
naciesen en él ciertos signos de aburrimiento, pues todos los días eran
exactamente iguales, hacía lo mismo cada jornada, de hecho toda su labor estaba
cronometrada en su mente por miedo a desvariar los hábitos. Su condición de
miedoso le había convertido también en un ser maniático y ordenado de un modo
obsesivo y algo compulsivo.
Cuando se asomaba por la rendija
del portón, veía como los animales husmeaban los agujeros de los árboles, roían
las bellotas y comían hierba, se rascaban o trepaban a la cima de los árboles
para divisar un poco de luz en tanta oscuridad. Había días que, durante horas, se
quedaba ensimismado en la rendija de la puerta de entrada observando a los animales
brincar, volar y corretear como hojas caídas de los árboles guiadas por la
tenue y relajante brisa. Es verdad, que algo en lo más minúsculo y decrépito de
este particular ser, le decía que probablemente los animales, a pesar de no
tener cronometradas, precisadas ni estudiadas sus vidas, eran felices, porque
el corretear es símbolo de felicidad, ya que, la opinión según el señor
Phearest, es que en su infancia cuando asomaba por la rendija de su antigua
casa, veía a los niños correr y reír a la vez, y eso tenía que ser la
felicidad. Cuando un niño o una niña sonríe, lo hace de verdad, sin fingimiento,
ni disimulos. Es auténtico. No deja lugar a dudas. Lo cierto es que cuando este
señor era un niño, reía muy poco. A sus miedos le acompañaban la soledad y el
desencanto y eso le impedía muchas veces las ganas de reír. Además le era
difícil sonreír porque la mueca asustadiza que ya vislumbraba en sus facciones lo
imposibilitaba bastante.
Así que, dándole vueltas a la
cabeza, sin ser necesario girar sobre sí mismo, llegando incluso a soportar terribles
accesos de dolor mentales y abyectos mareos con los que días después sufriría
postrado en su cama; estudiando y analizando las posibles consecuencias que
sería realizar un esfuerzo nuevo en su totalidad y desconocido, optó por la
situación más arriesgada que podría tener en toda su vida, salir afuera.
No fue fácil idear un imprevisto de
ese calibre, pero sus apuntes mentales pudieron encajar de manera que cualquier
peligro acechante podría ser combatido sin grandes sobresaltos.
Vestido con toda la protección que
la marcha planteaba y armado con toda clase de objetos que necesitaba por si se
planteasen sorpresas en el último momento, y que le serían muy útiles para
cualquier circunstancia repentina y peligrosa, se puso calzado adecuado para
salir fuera y se acercó al portón para mirar primero por la rendija. Buscó
cualquier anomalía del exterior, algo que no estuviese en su lugar indicado o
cualquier movimiento extraño, pero no encontró nada, solo animales a los que ya
conocía muy bien a todos y cada uno de ellos y a las ramas de los árboles, las
cuales seguían en su sitio como siempre. Lentamente y con gran nerviosismo,
giró la manivela del portón. Los animalillos que en ese momento se encontraban
rondando por la casita se quedaron expectantes por lo novedoso de la situación,
nunca habían visto movimiento en el portón, incluso el viento que se paseaba
por la zona dejó de agitar las ramas de los árboles. El señor Phearest se
dispuso a abrir y ¡PUM! La gran
puerta se le echó encima y lo aplastó.
Tras varias deducciones de aquel
fatal y repentino accidente, la causa de tan abrumadora caída, se debió a que
la suma de acontecimientos para una puerta como la humedad, la oxidación, la
madera vieja y sobre todo la inutilidad, nunca vienen bien.
Pasó el tiempo y la oscuridad
siguió siendo oscuridad.
Moraleja: nunca dejes que las bisagras de tu puerta lleguen a oxidarse.
Alyzia Zherno
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